Las muertes del autor

“No comparto la idea o el mito del autor como creador y la ficción legal de un propietario de ideas y/o palabras. Creo, por el contrario, que son las corporaciones y los medios los que se benefician con estas ideas y principios. El mito del plagio (“el mal” o “el delito” en el mundo literario) puede ser invertido: los sospechosos son precisamente los que apoyan la privatización del lenguaje. Las prácticas artísticas son sociales y las ideas no son originales sino virales: se unen con otras, cambian de forma y migran a otros territorios. La propiedad intelectual nos sustrae la memoria y somete la imaginación a la ley.”

Con este primer párrafo, Josefina Ludmer (crítica literaria, ensayista e intelectual argentina) comienza el artículo Sobre el plagio, en donde realiza una exposición a partir de la cual, siempre que tengamos en cuenta las diferencias de índole entre la creación artística y la creación académica (que no difieren por su jerarquía sino por la densidad de su composición o las relaciones de sus componentes, si se nos permite la metáfora bioquímica), podremos elaborar por un momento alguna reflexión sobre lo que el autor es y sobre las problemáticas que vienen emparejadas con las legislaciones en torno de sus derechos y la historia misma de esas leyes.
Recuerda Ludmer que el derecho de autor fue una figura legal que se desarrolló en el siglo XVII en Inglaterra “no para proteger autores sino para reducir la competencia entre editores. El objetivo era reservar para los editores, perpetuamente, el derecho exclusivo de imprimir ciertos libros. La justificación, por supuesto, era que el lenguaje en literatura llevaba la marca que el autor le había impuesto y que por lo tanto era propiedad privada”. En este sentido podemos preguntarnos si existe algo que haya diferenciado las ideas y su modo de surgir antes o después de la aparición de esta ley, que, como bien apunta Ludmer, es más un fenómeno de promoción editorial que de protección autoral.

“Creo que toda condena de plagio (toda condena de un escritor como “delincuente” literario) es un acto reaccionario.»

A partir de esta mitificación original del autor, de volver incuestionable su origen, su cualidad creadora, su presencia indiscutible y pura en aquello que ha creado, es que Ludmer denuncia el florecimiento del derecho de autor y el establecimiento del derecho legal de privatizar cualquier producto cultural desde el inicio y a lo largo de la historia del capitalismo.
Someter al concepto de autor a una mirada histórica le permite a Ludmer cuestionar ideas que se dan por sentado justamente porque esos cuestionamientos ya fueron enarbolados alguna vez: reconoce la fuerza y la solidez con la que se constituyeron durante la década de los ‘60 desde la filosofía o las teorías de la literatura, pero observa que ya en 1870 y a lo largo del siglo XX este cuestionamiento emergió de distintas maneras según diferentes corrientes artísticas y estéticas.

“Hoy, a partir de “la revolución digital”, el argumento ya no es que el autor es una ficción y que la propiedad es un robo, sino que las leyes de propiedad intelectual deben ser reformuladas. La tendencia es explorar las posibilidades del significado en lo que ya existe, más que agregar información redundante. Estamos en la era de lo recombinante: en cuerpos, géneros sexuales, textos, y culturas.”  En este despegue hacia lo actual, Ludmer advierte sobre la necesidad de una actualización de estas leyes. Y lo hace sobre la base empírica de experimentos que actualmente son posibles gracias al advenimiento y consolidación de lo digital: proyectos de escritura colectiva (como los italianos Wu Ming) que publican sus novelas en línea, sin firma y bajo licencias Creative Commons, por ejemplo.

imagen_destacadaA partir de esto, también podemos mover la reflexión hacia un hipotético artículo firmado por quince personas que representa un avance en el estado de una investigación basada en muchos estudios previos y que es el punto de partida de muchos estudios por venir: ¿cómo adjudicar un derecho de propiedad intelectual a semejante quimera? Si entre los quince firmantes del trabajo las ideas se mueven, se negocian, se discuten y se transforman para después pasar al manuscrito final que hace pública a la investigación, ¿qué hay de diferente entre eso y un proceso de investigación en el que quince autores en quince lugares diferentes del mundo publican cada uno un artículo que lee, critica y reformula las ideas de los otros catorce? ¿acaso no es ese el modo en el que avanza la ciencia? ¿interponer trabas legales por cuestiones de derechos no sería entorpecer ese movimiento?

Discutido, desestabilizado el autor en tanto que propietario único y excluyente de un texto, el plagio como figura legal condenatoria pierde sentido. Por eso, Ludmer concluye: “Creo que toda condena de plagio (toda condena de un escritor como “delincuente” literario) es un acto reaccionario. Y si pienso en una política propia de los que escribimos, la consigna central sería que todo libro editado, como los periódicos, sea digitalizado y puesto en Internet cuando aparece, para que pueda ser leído y usado por cualquiera que pueda acceder libremente.”

Es evidente que el replanteo de los derechos de propiedad exigido por la cultura digital implica para Ludmer una sola respuesta: acceso abierto.

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