No es novedad que las tecnologías de la información y comunicación han invadido de diferentes maneras y con distintos formatos nuestra vida cotidiana y especialmente la educación. Los jóvenes tienen el mundo en las yemas de los dedos a través de las tecnologías; ellas atraviesan sus modos de pensar, aprender y conocer, razón por la cual es de relevancia que las instituciones educativas, docentes y responsables de su formación identifiquemos y reconozcamos las tendencias culturales. La inmediatez, lo instantáneo, lo nuevo, las diversidades predominan en sus actividades.
Aquí es pertinente considerar la propuesta de Maggio (2012), quién expresa “lo primero que debemos hacer es reconocer lo que los alumnos hacen” (p.153), preguntarnos qué son capaces de hacer, cuáles son sus preferencias tecnológicas, en qué actividades las usan y cómo usan las tecnologías, qué valor les asignan en sus procesos de estudio y producción. Esto significa reconocer el valor de los “usos culturales y formas cognitivas del mismo modo como deberíamos tener en cuenta los estilos cognitivos propios de los sujetos culturales que son nuestros alumnos” (p.153)
Resulta evidente la necesidad de empoderar a nuestros alumnos con capacidades que los ayuden a mejorar su autonomía, la toma de decisiones, la identificación de sus propias necesidades.
Ante esta realidad, cabe preguntarnos, ¿Cuáles son las tendencias culturales de nuestros alumnos en relación al uso de las tecnologías? ¿Qué materiales educativos digitales prefieren? ¿se inclinan por lo hipertextual, por el texto plano, por lo multimedial? ¿eligen los grandes relatos o las micro narrativas? ¿La intencionalidad pedagógica de nuestras prácticas de enseñanza atiende a funciones cognitivas? ¿Cuándo utilizamos tecnologías de diferente complejidad priorizamos el “efecto de la tecnología”?