Un aforismo es un ensayo brevísimo, dice Enrique Servín en “Cuaderno de Abalorios”. Lo pequeño, diminuto, vence a lo demasiado grande: ¿de qué modo lo logra? Esa fue la pregunta que me ha generado el encuentro con la imagen que aquí presento. Me acompañó desde el momento en que vi el numero 1 junto a algo a lo que socialmente aceptamos identificar como un corazón. A la aparente insignificancia del número se le suma la inminente circunstancialidad de estar acompañado de un corazón, como si fueran dos amantes caminando uno- codo a codo- junto al otro. Ambos han sido depositados perversamente o, tal vez debería decir, amorosamente sobre una lengua que, por el plano que ocupa, puede ser la de un amante a punto de ser atravesado por la flecha de cupido.
La boca es el medio por donde el pecado es introducido al alma por la serpiente, reza el relato cristiano. La boca es el orificio por donde ingerimos el alimento, así también el veneno.
Muchas palabras la habitan, pero también muchos fluidos se depositan en ella, provenientes quizás de otros orificios, ¿el pico de una botella? ¿el órgano genital? ¿el beso verde? Sabores, colores, texturas son signos de los lugares que van donando de sentido la imagen.
Que la imagen sea en sí misma el hecho artístico, tal como lo señala el Dr. Edgar de Santo, consuela mi costilla culposa de pertenecer a una disciplina que se mueve en el “entre” de la ciencia y el arte. Un problema con cuernos dirá Nietzsche; problema cuyo salvavidas tiene la forma del ensayo. El ensayo es el terreno donde quiero establecerme, habitar entre metáforas, nunca listas para ser fosilizadas, siempre libres para donar nuevos sentidos. Por esta razón, es imprescindible que, para ver la imagen que propongo como obra artística, no se la reduzca a la cita ni a mera ilustración al servicio de la palabra.
Esta idea presente en la tesis de De Santo despierta en mí la necesidad de proponer el aforismo como hálitos que habitan en la imagen. Ambos forman un continuum que encuentra su materialidad en