América irrumpe en el mundo cambiando su orden, por ello es lícito llamarle fenómeno y como todo fenómeno no se comprende fácilmente, su asimilación en lo ya establecido es lenta y dolorosa. Aún hoy, ella se haya en ese trance de aceptar su esencia fenomenológica, es decir, su propia aparición.
Ante este acontecer, el hombre tiene un extraordinario instrumento que la mide en profundidad, intensidad y alcance. El arte escultórico posee esa notable capacidad de revelar los lugares porque la escultura en el paisaje es ante todo aparición. No le compete ninguna tarea en el acto de asentamiento humano y por ello es completamente irresponsable. No es para representar, ni simbolizar, ni tampoco ordenar o embellecer (aunque use estos y otros atributos). Su papel es el de iluminar el lugar, desde una dimensión ulterior a la ocupación humana que solo se puede vislumbrar al interior del mito y con el lenguaje poético. Este iluminar se asemeja mucho al papel que cumple el diapasón en la música. Se puede imaginar la escultura en el paisaje como un diapasón que resuena con la nota precisa que hace aparecer el lugar iluminado. Así uno podría concluir que la escultura en el paisaje es como el diapasón del espacio y tiene el don de hacer aparecer la singularidad del lugar.
La escultura de carácter monumental ha establecido desde sus inicios más primitivos y hasta la fecha una relación íntima con la noción de trascendencia afín al hombre. Desde los albores de la civilización humana hasta la actualidad, toda obra de carácter monumental desliza a través de ella una relación con la muerte. Esta relación a lo largo de los milenios adquiere distintas formas siendo las primeras directas y explícitas, mientras que las últimas y actuales dejan la muerte de lado para concentrarse en trascendencia y simbolismo.