Your body is a battleground: un rostro dividido en dos. Un primer plano. Una imagen. De un lado, el negativo (la auto referencia a la técnica); del otro, el cuerpo, la representación. En el medio, el verbo, el discurso. Es la obra de Barbara Kruger, que aunque es de 1989 (casi 30 años atrás), hoy, su sentencia o apelación me resuena en casi todos los textos de las autoras que componen este número. Sí, “tu cuerpo es un campo de batalla” se lee en cada entrelínea y en cada pregunta que se despliega sobre los objetos de estudio: en el vínculo con el biopoder (en tanto cyborg), en su relación con las máquinas (con una singer, por ejemplo, con un sampler o un circuito integrado), en la construcción de la subjetividad a partir de la decodificación de un gesto o de un software que afilia tus rasgos faciales a los de un estudiante desaparecido de Ayotzinapa, e, incluso, en los dispositivos tecnológicos que emplea el arte para afirmar en el siglo XXI que: ser no es tener cuerpo, ni morir es desaparecer.
Cada uno de estos textos alienta a pensar que el cuerpo como campo de batalla es un espacio y, también, un arma. Un espacio físico y simbólico y un arma de creación y transformación. Entonces ¿cómo no centrar la atención en el cuerpo? ¿Cómo no hacer que el arte performático se apropie de él como recurso imprescindible, lo arrebate de las aguas mansas de la materia y lo estampe contra la realidad algorítmica, su espacio circundante y relacional?