En nuestro ámbito, la creciente sensación de inseguridad y temores que aquejan a la sociedad ha llevado al Legislador a ampliar de modo considerable el campo de la punición penal (1).
El mecanismo empleado es el conocido: creación de figuras de peligro abstracto o protectora de bienes jurídicos colectivos (aún más abstractos que los peligros que advierte); sancionando actividades preparatorias que hasta entonces eran consideradas meras contravenciones o exentas de todo tipo de sanción; o, también, trastocando las originarias escalas penales, de modo tal que en muchos casos resulta difícil –cuando no imposible- establecer algún tipo de cotejo racional entre las mismas.
Todo ello, ha llevado a una flexibilización de las pautas tradicionales del Derecho Penal, a punto tal de tener que plantearnos hasta donde dicha actuación resulta legítima; y en qué término no importa ya un abandono de principios claves de lo que habitualmente denominamos “Derecho Penal liberal”. El cual, a mi modo de ver, a partir de la letra de los artículos 1, 14, 18, 19 y 24 de la Constitución Nacional (y tratados internacionales de esa misma jerarquía relacionados con la protección de los derechos y dignidad del hombre), ha sido adoptado constitucionalmente como modelo punitivo.