¿Quién recuerda lo que es un cronopio? Optemos por una definición que el propio Cortázar encontraría plausible: aquel ser que va por el mundo bus- cando a sus iguales, descubriendo relaciones insospechadas entre los hechos y las cosas. O aquel otro merecedor de la alegría que transmite Louis Armstrong. Alguien capaz de ir más allá de la realidad. ¿Y no es acaso el jazz la puesta en práctica de lo imaginado a partir de la realidad de una partitura? La anomalía como norma, la refutación sistemática, o la certeza, como el propio Boris Vian escribe en el prefacio de La espuma de los días, de que “[…] Sólo existen dos cosas: el amor en todas sus manifestaciones […] y la música de Nueva Orléans o de Duke Ellington. El resto debería desaparecer [...]”. Ese resto es todo lo que Vian se encarga de denunciar: la enfermedad y la muerte, el trabajo, la religión absurda y vacía, el fanatismo ideológico.
El jazz es un equivalente del surrealismo. Y tanto el escritor francés como el argentino fueron amantes del jazz, del surrealismo, de la locura que ofrecía París a los jóvenes escritores. Y en el jazz encontraron esa autonomía del universo inventado, propuesta por la patafísica y experimentada, aun inconscientemente, por los cronopios. Refiere el escritor argentino que el jazz le enseñó cierto swing que está en su estilo e intenta expresar en sus cuentos, con la misma espontaneidad e improvisación de un cronopio. (Prego, 1985).
Teniendo en cuenta la riqueza polifónica de ambas obras, nuestra reflexión se encuadrará en un denominador común que contribuye a aproximarlas: la fusión música-literatura y el carácter flexible del flujo temporal.