El avance cultural del movimiento feminista nos ha puesto a los varones en la situación de reflexionar nuestras prácticas y pensarnos, por primer vez, como sujetos marcados por un género. Ese lugar de reflexión ha sido incómodo en tanto nos ha exhortado a estar de cara a una serie de privilegios que hasta hace unos años se confundían con el orden natural. La incomodidad ha llevado, no obstante, a algunos varones a asumir una postura contraria a la sugerida por el movimiento feminista y a reivindicar un cierto “orgullo masculino”. La estrategia de este backlash para frenar la avanzada feminista ha sido apelar al sentido común señalando que ser hombre no tiene nada de malo. Al valorar la masculinidad por sí misma este movimiento se exime de tener que definirla y de señalar el problema diagnosticado ya por la teoría feminista. Mi intención en la presente ponencia es volver a la pregunta de qué hay de malo en la masculinidad. Para ello presento una definición de la masculinidad que trasciende al individualismo oculto en la asunción de ésta como mera identidad de género e insisto en la necesidad de pensarla como una relación social. Si bien la identidad es un elemento importante a la hora de pensar el género, está lejos de ser el único; el género es, ante todo, una relación social compuesta por vectores de poder que fluyen en diversas direcciones. Por este motivo la masculinidad debe ser entendida, más que como una identidad individual, como una organización social. Esta organización social de la masculinidad funciona como un proyecto extractivista donde el sujeto masculino afirma su hombría en la medida en que expropia de su trascendencia al sujeto femenino. Es en este carácter extractivista de la constitución masculina donde ubico “lo malo” de ser hombre. Mi intención es evidenciar formas concretas de expropiación de la masculinidad en situaciones límite como la violación o el feminicidio y, finalmente, tematizar algunas formas más sutiles de expropiación de género típicas de las masculinidades contemporáneas.