Nadie puede asegurar que la crisis del Golfo Pérsico no haya devenido en este final de 1990 en una ruleta global sobre cuyo paño tanto Saddam Hussein como George Bush realizaron sucesivas apuestas de alto riesgo, embarcando en ellas al resto del planeta en forma tan masiva como no se presenciaba desde la II Guerra Mundial. Menos aun, nadie -esté de un lado o del otro de la cuestión- puede hoy, con un grado mínimo de seriedad, vaticinar en cual casillero se detendrá la bolilla.