Entre el arte moderno y el espectador se interpone un abismo. Un abismo que parece cegarse cada vez que la explicación tiende un puente y que vuelve a abrirse con desalentadora perseverancia apenas desaparece el cicerone. Esto pude ser así, y seguirá siéndolo, mientras el espectador no esté en condiciones de leer el lenguaje de las formas.