La Justicia argentina no registra precisamente un desarrollo ejemplar en cuanto a la asepsia de su desempeño. Además del descrédito por la comprometida actitud corporativa de ciertos magistrados en circunstancias críticas de nuestra historia, la cuestionada idoneidad profesional y ética de algunos de sus elencos, las carencias infraestructurales, las limitaciones presupuestarias y los obstáculos burocráticos, han compuesto un universo de argumentaciones descalificatorias que, de boca en boca, han ido desprestigiando en relato el carácter de su investidura, casi con la misma virulencia con la que se ha ido gestando ese especial desazón colectivo respecto de su virtuosidad para satisfacer expectativas sociales.