Nada más distante en el mundo de Hamed, en su pulso, que el registro minimalista, no es un escritor de la levedad: sus textos suceden entre Apocalipsis y Resurrecciones, son desaforados (fuera del foro, de la ley), hijos de un barroco latinoamericano. Dueño de una pluma vampírica –que todo lo succiona y desorbita–, prefiere probar los platos fuertes, las obras macizas, de peso, que va colocando en su propia fragua para desarmarlos y desplazarlos, mezclarlos y confundirlos: así la épica homérica, La Divina Comedia, el Quijote; y más cerca en América Latina, las volutas barroquizantes de un Lezama, el lirismo pop de un Sarduy, los juegos carcajeantes del Bustrófedon de Cabrera Infante, la escritura en el cuerpo de Salvador Elizondo, fragor del trópico que viene a sombrearse, a recibir la opacidad del sur, en especial la melancolía de Onetti. Pero también ingresan en sus obras las jergas cotidianas, la pasión por el fútbol, el humor de los Tres Chiflados, la música de toda laya. Esta babel, sin embargo, se ordena bajo su oído que opera como un tímpano reacomodando los tonos, instaurando armonías, contemplando disonancias para dar lugar a una prosa sensible al fraseo musical.