Fundadas en el principio radical de “lo nuevo”, las vanguardias latinoamericanas de los años veinte (y entre ellas, el modernismo paulista) buscan instaurar una ruptura absoluta respecto de los modos de representación y de los valores heredados. Sin embargo, diversos condicionamientos intra y extraestéticos imponen límites significativos. En esta dirección, una tarea central de la crítica consiste en poner en evidencia los gestos de ruptura y de continuidad –a menudo contradictorios– que sesgan un mismo movimiento vanguardista e incluso una misma obra. Nacional estrangeiro. História social e cultural do modernismo artístico em São Paulo1, el último libro del sociólogo brasileño Sergio Miceli (formado en la École de Hautes Études de París y docente en la Universidad de San Pablo), constituye un aporte interesante en este sentido. Dedicado a la memoria de Pierre Bourdieu (en una confirmación de la afiliación evidente en su objeto y tipo de análisis), el libro se centra en las complejas relaciones de intercambio material y simbólico que se establecen entre los mecenas de la oligarquía paulista y los artistas plásticos de vanguardia, atendiendo en particular al modo en que el patrón de gusto conservador de los primeros constriñe –explícita o implícitamente– las exploraciones formales de los segundos, impidiendo el despliegue de innovaciones radicales como las que producen varios de sus maestros europeos.