La novela de Juan Villoro, El testigo (Barcelona: Anagrama, 2004), plantea desde una perspectiva renovada una pregunta que es central a la literatura mexicana: cuál es la relación entre historia y literatura o, mejor dicho, por qué toda narración necesita volver a aquellos acontecimientos históricos percibidos de forma traumática (en este caso: la revolución, la institucionalización del PRI, la guerra de los cristeros, la represión del ´68, el fin de las utopías, etc.). Para retomar entonces estas preguntas, la novela pone en escena de manera exacerbada el imperio de las creencias que rige, anacrónicamente, el universo social, político, religioso y cultural de los mexicanos. Su protagonista, Julio Valdivieso (una suerte de alter ego de Juan Villoro), único en no profesar ninguna fe o defender alguna causa perdida, será justamente el testigo de las luchas crispadas entre diferentes actores sociales (la iglesia, sectores del PAN, el narcotráfico, los “agraristas”, los antiguos hacedandos, los empresarios de la televisión, los intelectuales, etc.). De regreso a su país, luego de veinticuatro años de ausencia y de vivir en Europa, en donde es profesor de literatura en la Universidad de Nanterre, Valdivieso deambulará por el D.F. y por el desierto (lugar en donde todavía sobrevive “Los cominos”, la antigua hacienda de su familia) sumido en una especie de sonambulismo existencial. De alguna manera, el regreso lo vuelve un extranjero en su propia tierra. Al escuchar, por ejemplo, en “Los cominos”, a su tío Donasiano plantear el tema del robo de las tierras por parte de los agraristas (y que ahora siguen acechándolo pero para robarle agua), Julio percibe esas referencias de forma ajena pero sobre todo como detenidas en el tiempo. En verdad, el viaje comienza entonces a tener la forma de una cierta circularidad, como si Julio nunca hubiera salido de México, como si la revolución sólo hubiera acentuado las diferencias en torno a la propiedad y al origen de castas.