En los años sesenta del siglo pasado Haití aparecía en el centro de la búsqueda de una historia propia, diversa de la europea (aunque no ajena), capaz de exhibir los quilates latinoamericanos y así desmentir el axioma hegeliano que negaba el paso de la historia y su Espíritu por estos territorios donde sólo la naturaleza se hacía visible, según el filósofo alemán. Haití era (y sigue siendo) el símbolo de una historia construida desde abajo, desde los colonos que además eran negros y, por ello, constituía un eslabón clave en una tradición latinoamericana de revoluciones, revueltas y motines, cuyos emblemas mayores iban desde el levantamiento de Túpac Amaru (1780) y la revolución en Haití (1791) hasta la triunfante revolución cubana en 1959. Haití, entonces, como primera gesta revolucionaria victoriosa que inauguraba tempranamente las luchas de la independencia (1804) con una revolución sui generis que entremezclaba la independencia colonial con la rebelión de esclavos, los derechos libertarios del ciudadano con los reclamos de carácter étnico.