Hay que ser cruel con la memoria. ¿Por qué debí anotar esta frase en la última página del libro De memoria? No se trataba de una frase que pudiera olvidarse, ni tampoco que requiriera de un desarrollo imprescindible. ¿Y qué quería decir con “hay que ser cruel con la memoria”? ¿Acaso se puede ser cruel con la memoria? ¿Qué ganaríamos siendo crueles con la memoria? Si nos empeñáramos en recordar lo doloroso, seríamos crueles con nosotros mismos, y si se lo recordáramos a otros, seríamos intolerantes, vengativos, fácilmente sádicos, pero la memoria, que no es una persona, ni un personaje, ni una personificación, sino la mismísima substancia impersonal de la que estamos hechos, ¿se afectaría?, ¿cambiaría su signo?, ¿nos entregaría su enigmática condición?, ¿terminaríamos por dominarla, sojuzgarla, nos apropiaríamos de ella? Su carácter huidizo e inasible convierte estas preguntas retóricas en necesarias e imposibles. Mecanismo, repetición mecánica, tanto en el substrato biológico, como en el psiquismo o en la vida social, es más que un suelo inerme o un mero soporte inocuo. Siempre nos traiciona, nos abandona siempre; queremos que nos traicione y traicionarla, con la memoria creemos saber lo que en realidad no hemos sabido nunca. Verdadero artífice del conocimiento, sin embargo, hace que la sola racionalidad se empantane y se enrede en los engañosos afectos, y todo cuanto creíamos saber se coloree con otro matiz de verdad que podría trastornar nuestra sabiduría. Tiene razón Ana María Zubieta, la compiladora del libro, en asociar el título De memoria con la experiencia escolar argentina, para la cual la expresión “estudiar de memoria” equivalía a la mecanización improductiva y poco inteligente, y tiene razón también en reivindicarla, pues en la memoria que repite escolarmente se aloja la voz del otro.