Las antologías suelen suscitar en el lector efectos contradictorios: adhesión o rechazo. Hay quienes buscan en ellas el poema perfecto, aquel que se desea encontrar como un tesoro. Pero también existen quienes detectan, en el conjunto, el poema que falta, cuya voz parece ser más potente desde la ausencia. Buenas o malas, a raíz de los hallazgos o a causa de sus omisiones, las antologías de poesía parecen ser, sin embargo, siempre útiles y vencer de paso algunas adversidades: reditúan un valor, un interés, una negatividad que resulta transitiva y ofrecen tras una disputa en sordina una verdad inmediata y positiva. Y todo eso más allá de aciertos y defecciones. Lo sabemos: las antologías tienen siempre que mostrar para demostrar y, como un libro mágico, dejan entrever los accidentes que configuran el mapa que toda lectura traza. Por eso hay algunas antologías, como ésta por ejemplo, en la que esa trama no sólo se hace visible sino que parece multiplicarse en otros tantos afluentes que, por imprevista y epifánica, deparan al lector una dicha enorme pues ¿hay algo más gozoso que encontrar una secreta familiaridad entre poetas dispares?, ¿que hallar el vínculo de pronto inédito entre el poeta de un siglo y de otro o el solapado parentesco que ahora sale a la luz entre poemas y poemarios que nacieron de voluntades estéticas totalmente contrarias? Si la etimología nos recuerda que es un florilegio, un ramillete, un haz de flores, el lector también deberá hacer su propia selección si quiere avizorar, entre poema y poema, el mapa latente y oculto que invita a infinitos recorridos.