La lírica ha sido reconocida por mucho tiempo como un modo de expresión singular y circunscrito, orientado más hacia la sincronía estética y la experimentación semiótica que hacia la argumentación racional o la reflexión cívica. En los últimos dos siglos, las aproximaciones de corte netamente historiográficas, las imposiciones del análisis biografista o el afán quimérico de la definición de un estilo de autor asociaron el dominio de la lírica en el drama a un nombre propio, Esquilo. Así como en la comedia aristofánica se estereotipaba al dramaturgo como un poeta sofisticado pero engorroso y aletargado, ese mismo sello, originalmente humorístico, marcó la manera de abordar el drama “esquileo”. Lírica fue, de este modo, equivalente a sopor, estorbo, dificultad, rigidez... a inexorable distancia cultural. Sin embargo, lejos del anquilosamiento, la poesía constituye un entramado espléndido de convenciones y desvíos, de resquicios para la experimentación, la provocación y los gestos de vanguardia. Por lo tanto, constituye también una fuente inagotable de interpretaciones e investigaciones. El drama griego clásico es único e irrepetible, entre otras razones, porque es lírico, porque es coral. Y aunque es probable que nunca sepamos con certeza si la exuberancia de los coros era inherente a las performances de Esquilo, ciertamente resulta insoslayable el esplendor de sus odas en la producción que, fragmentaria o completa en cuanto a su soporte escrito, ha llegado a nuestras manos.