En la escena final de la película Las relaciones peligrosas, que adapta el libro de Choderlos de Laclos, un personaje femenino, tras terminar una amarga jornada en la que acaban de sepultar su imagen pública, se quita el maquillaje frente a un espejo; en una contenida brusquedad de movimientos desaparecen los rubores, los falsos lunares, mediante un complejo mecanismo de visiones reduplicadas, que subraya los juegos de apariencias, las sinuosidades ilusorias, de lo que ha sido una artificiosa puesta en escena para la sociedad que se ha visto desenmascarada. Mientras avanzaba en la lectura del Diario de un libro (1972) de Alberto Girri, de manera recurrente irrumpía esa imagen que creo condensa, en buena medida, el espíritu del volumen: el develamiento de las innumerables obsesiones de un autor, aprisionado en la íntima, y a menudo insoportable, tarea de la escritura literaria. El exhibicionismo de las artificiosidades del lenguaje, de los andamiajes de la tradición literaria elegida, los señalamientos de genealogías librescas y el sudar la pluma –que tira por tierra cualquier concepción de genialidad romántica– se conjugan en el libro de Girri para articular una profunda reflexión donde se desnudan las pulsaciones internas y las regulaciones sociales, que influyen en los avatares de la escritura poética. En una familiaridad engañosa, que el tono del diario como género apuntala, la metáfora de la libertina desenmascarada, ya sin rubores y ante la soledad del espejo, es la contracara perfecta del poeta en Diario de un libro, quien se apresta a la escritura con su batería de maquillajes retóricos.