No cabe duda de que el movimiento poblador que, desde mediados de 1860, tras rebasar la línea de frontera existente comenzó a volcarse sobre los campos situados al exterior del Río Salado en el Noroeste de la Provincia de Buenos Aires, en la región que se extendía más allá de Azul y Tapalquén en el centro, o al occidente del Río Quequén Grande en el Sud, hallábase determinado por la Ley de 21 de octubre de 1857 sobre arrendamientos rurales, que la Legislatura bonaerense sancionara tras largos debates y habría de iniciar la legislación que después de Caseros buscó ordenar y regularizar la situación verdaderamente caótica en que se encontraba la tierra pública de la Provincia, después de la larga tiranía de Rosas. Legislación que, al decir de Bartolomé Mitre, para corregir lo arbitrario rayó también en lo arbitrario, entrañó la liquidación de lo que aún restaba de la antigua enfiteusis rivadaviana, no obstante que en el primer momento, en la Legislatura porteña, la comisión de tierras públicas encargada de estudiarla propusiera su restablecimiento bajo nuevas formas y cauciones.