El siglo XIX se inauguró para Europa bajo los más tristes augurios: el imperio español, aquel en el cual "no se ponía el sol", inicia su derrumbe total y frente a él se levanta una potencia que comienza a vencerla. Inglaterra, la isla que desde los tiempos de Isabel I amenazaba lo hispánico, extiende sus dominios y poderío a todo lo largo del siglo y España, pese a mantener amistosas relaciones con casi todas las potencias europeas en la esfera internacional, debe ceder el paso a la política de las potencias rectoras de Europa en el nuevo siglo.
Dos criterios que pueden sintetizarse en dos sistemas totalmente opuestos luchan en este período: el inglés, que buscaba el engrandecimiento de su sistema de vida y su comercio como consecuencia de su expansión industrial, y el legitimista de la Santa Alianza, interpretado por Francia, que tendía al predominio absolutista y del cual en múltiples aspectos dependía el gobierno español.
Fernando VII al recobrar su trono, finalizado el apogeo napoleónico, derogó la Constitución de 1812 asumiendo de nuevo el poder absoluto, el que pretendió extenderlo a los dominios españoles sublevados, los que tuvieron que defenderse de los propósitos de reconquista de la Corte de Madrid la que, verificada la restauración, realizó los más serios intentos de una nueva dominación.
Los intentos realizados, pese a los esfuerzos, fueron infructuosos, pues el germen del separatismo ya había prendido con fuerza en las posesiones hispano-americanas. Entregadas las autoridades de América a sus propios recursos, los movimientos separatistas crecieron en fuerza y poderío y, al incrementarse, demostraron que la independencia era fatalmente inevitable y un serio mojón defensivo frente a la Europa absolutista.
Inoperantes fueron las Instrucciones dadas por el gobierno español a sus embajadores en París en 1815, 1823 Y 1824, para lograr el apoyo europeo en pos de la pacificación de los países americanos y el retorno de América al dominio español. La esperanza de España de conseguir el apoyo de algunas potencias europeas para intervenir en los países donde la agitación popular ponía en peligro ese ansia de retorno a la monarquía debe ceder ante la aparición de factores condicionadores de nuevos sistemas precursores de la doctrina Monroe y de los intereses político-económicos ingleses y americanos.
Europa y América comienzan a separarse y mantenerse a prudenciales distancias una de otra.