Desde hace muchos años, cada vez que pensaba en Ensenada, se me venían a la cabeza los barcos de la Marina de Guerra apuntando sus cañones a la destilería de YPF durante los últimos días del invierno de 1955, amenazando con volar por los aires la ciudad si Perón no renunciaba. ¿Cómo era posible que no se hubiera escrito una novela a partir de una imagen tan potente? ¿Nadie había sentido la necesidad de hacerlo? En todo caso, si alguien la había escrito, yo no la conocía. Tal vez por eso me impactó tanto el último libro de Leopoldo Brizuela.
Si Inglaterra fue una fábula y Lisboa un melodrama, Ensenada no podía ser otra cosa que una memoria. Memoria en la que se articulan, a partir de anécdotas y recuerdos familiares, aquellas dos dimensiones: la espacial – anclada en una geografía muy nuestra (la de Ensenada, lógicamente, pero también la de Berisso y los alrededores de La Plata) y la temporal, fijada en las dramáticas jornadas que desembocaron en la caída de Perón.
Sobre el telón de fondo del éxodo de Ensenada, Brizuela reconstruye la historia de los Grimau, vinculando las experiencias personales con las grandes transformaciones políticas y sociales. Y lo hace buceando en esa zona de sombras entre la historia y la memoria de la que hablaba Hobsbawm en su recordada introducción a La era del Imperio, la que se extiende desde el momento en que comienzan los recuerdos o tradiciones familiares vivos hasta el final de la infancia. Tal vez por eso la narración se despliega de manera fragmentaria, a medida que emergen del olvido los diferentes retazos de la historia familiar, que se van entrelazando e iluminando a medida que la novela avanza, ya que el relato también se sostiene en lo que no se dice, o en lo que se dice a medias.