Un 20 de diciembre, hace 63 años, Rodolfo Walsh estaba sentado frente a una máquina de escribir, tipeando una denuncia de mi abuelo. Habían pasado menos de dos días del momento en que Enrique Dillon le mencionó la historia de los diez fusilados inocentes. Walsh logró conseguir dos documentos: la denuncia de Juan Carlos Livraga y una presentación de Eduardo Schaposnik en la Junta Consultiva de la Provincia de Buenos Aires sobre casos de torturas. Y fue a las oficinas de la editorial Hachette -para la que trabajaba hacía más de una década- a pedir ayuda. La joven Enriqueta Muñiz, de 22 años, transcribió el testimonio del fusilado viviente; Walsh, el documento del dirigente socialista.