A principios de este año, no recuerdo el día exacto, envié saludos por Facebook a una ex-alumna, por su cumpleaños. Me encontré con la novedad que se había mudado a una ciudad en China. Aparecía en una foto con un cubre-boca y relataba la experiencia de estar viviendo una extraña situación, que en ese momento me pareció más una película de ficción científica que algo real. Al final, escribía algo como esto: “Aquí el virus no se ha propagado demasiado porque las medidas que las autoridades están tomando resultan muy efectivas. Pero pienso en mi país y Latinoamérica en general… ¿cómo harán allá cuando esto llegue? Porque no creo que tengamos el presupuesto necesario y, por naturaleza, somos sociedades desobedientes”.
Su relato fue mi primer contacto con la idea de una pandemia y me puso en alerta. Intenté investigar, escribí a mis amigos para intercambiar opiniones y en general, sus respuestas fueron tranquilizadoras. Se trataba de una manipulación, una exageración mediática y seguramente no iba a pasar nada, afirmaban. Incluso enviaron estadísticas sobre el número de muertes por cáncer comparadas con las del COVID-19 y notas periodísticas que analizaban el fenómeno desde una postura bastante crítica.