Llama la atención que a lo largo de las dos décadas transcurridas con anterioridad a la pandemia de COVID-19 en las cuales se evidenciaron tanto ejemplos de crisis del orden internacional liberal como crisis de la democracias occidentales (causadas por fallas de la representación política a las que las sociedades nacionales respondieron optando por populismos de derecha, derechas alternativas o reivindicaciones a las autocracias capitalistas), los políticos de Estados Unidos hayan insistido con su excepcionalidad sin analizar que, en su escenario doméstico, muchos de las bases de esa excepcionalidad estaban siendo lesionadas mientras que otras comenzaban a deconstruirse porque nunca habían sido tan nobles como el relato las describía. Dicho de otra manera, no existió una mirada doméstica que pusiese atención al deterioro del sistema político-social que históricamente había sido enarbolado como el modelo que Estados Unidos debía difundir en el mundo.
Si hacemos un breve recorrido histórico se detecta que una de las notas distintivas en la construcción ideacional del poder estadounidense es la noción de excepcionalismo.
Desde la etapa fundacional de la nación se fue consolidando el supuesto de que el país, por diversas razones, poseía un conjunto de virtudes que convertían a su sociedad y a su sistema político en un caso virtuoso que debería ser emulado por otros estados.