Adolfo Prieto publicó en 1988 un libro bello, breve y señero. Después de aquel, nadie pudo volver a hablar del criollismo sin evocarlo. El libro El gaucho indómito. De Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada, de Ezequiel Adamovsky, también va a la saga de aquel. Sin embargo, es mucho más que eso, por su capacidad de interpelar a El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna–como así también a otros clásicos en la materia, como ser El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, publicado por Josefina Ludmer en el mismo año que aquel, entre otros–y poner en jaque sus puntos neurálgicos, pero, sobre todas las cosas, por la potencia de las preguntas nuevas que plantea en torno a este problema.
Si Prieto había conjeturado que el fenómeno del criollismo respondió a un fenómeno cultural pasajero, propio de las tensiones de la modernización de fines del siglo XIX y, como tal, los destellos de aquel habrían llegado hasta las puertas de la década de 1920, Adamovsky planteó una hipótesis distinta. Concretamente afirmó que el fenómeno del criollismo, no fue algo pasajero, ni el efecto de apuestas literarias o de intelectuales, pero tampoco una “tradición inventada” desde el Estado. Más aun, su significado más potente fue el de haber expresado “tensiones cruciales” de la “etnogénesis argentina”. Es decir, “del proceso por el cual los habitantes que se hallaron viviendo juntos en ese territorio, de orígenes y condiciones enormemente diversos, intentaron construir un sentido de distintividad grupal, el sentido de ser un nosotros”. Pero, justamente, lo que dicha hipótesis buscó poner sobre la mesa fue el carácter “dislocado e inconcluso” de nuestro “proceso de etnogénesis”. A fin de cuentas, lo que Adamovsky identificó en el vértice donde el “gaucho indómito” habita –como “emblema” de la existencia de la nación, al mismo tiempo que como “índice” de sus tensiones y fracturas– es una veta por la cual hacer palpable la imposibilidad de arribar a la estabilización de un “nosotros” nacional, que no por ello deja de existir como tal (pp. 212-218).