¿Se escucha la voz de una persona en su escritura? ¿La podemos oír mientras leemos lo que escribió, incluso cuando ha pasado mucho tiempo de esa escritura o, más aún, cuando alguien ha traducido su obra desde otra lengua? Vuelvo a preguntarme sobre la presencia de la voz en el texto leyendo a Lucia Berlin, percibiendo su tono limpio y directo, la música única que se desprende de su forma de ver y de contar.
Una mujer nacida en Alaska en 1936 con una biografía de película, según informa la edición en español de una selección de sus cuentos: pasó su infancia en varios pueblos mineros del oeste y en el sur de Estados Unidos, en la frontera cultural difusa con México, a los saltos entre escuelas católicas primarias que la expulsaban y una familia materna desintegrada que la sometió a maltratos dedicados y constantes a manera de crianza y de primera educación, pero la introdujo también en el roce directo con el mundo en un lugar abundante de otros ¿o será que la pequeña Lucia era ya la otra dentro de un universo familiar regenteado por abuelo y madre alcohólicos? La niñez, ya desajustada por su estatura inusitada y una persistente afección en la columna que la obligaba a usar un ostensible corsé, vuelve una y otra vez en sus relatos como referencia fundante y territorio que no se ha terminado de abandonar; como si se tratara de un ejercicio ante el analista, Lucia nombra muchas veces pasajes, anécdotas y personajes de esa infancia y lo hace una y otra vez tallando algún nuevo matiz, modelando sus recuerdos y lo que ella misma es capaz de hacer con ellos mediante la escritura; hay allí dolor, violencia, temor, desesperación, pero también alegrías inesperadas, bruscos aprendizajes, amores. Hay, sobre todo, una experiencia de la vida que se mantiene en movimiento, en sus recuerdos y en su escritura, una voluntad preciosa de seguir contándose y contando la propia historia para alejarse de la fatalidad o de la muerte.