A la novela El Palomar de Francisco Magallanes se entra como se entra a la cancha pero sin cacheos. Y la figura de la cancha, ya verán cuando ingresen, no es para nada inocente. Tanto sus personajes, en su mayoría jóvenes, los diálogos y silencios entablados, las acciones y lugares que desorganizan eficazmente el relato, como el universo de los objetos, los sonidos, las voces que allí se afilan y rozan cortando, de este modo, cualquier intento de configuración sólida de la lengua, y sobre todo el ritmo que en la narración se construye, su constante movimiento y su cadencia entrecortada, interrumpida, pertenecen a un territorio poco explorado de la manera en que su autor lo hace. Me refiero al universo futbolero, espacio sobre el cual y desde el cual la ficción nos muestra sus entretiempos, y el relato, sus tajos o, como diría allí dentro uno de sus personajes, “las estocadas finales sobre la panza” de sus propios fragmentos.