La proliferación de estilistas ha sido una de esas plagas de las letras españolas que parecen ser propiamente indígenas, como si fuese verdad que la proliferación verbosa, la gracia del estilo, el ingenio verbal valiesen por patologías propias de una literatura inveteradamente hueca de sentido y plagada de ruido. Hasta algunos grandes novelistas han contribuido a hacer de ese tópico una forma de menosprecio de los escritores con estilo suntuoso, y Francisco Umbral ha sido seguramente el principal paciente de esas acusaciones. Es un poco extraño porque Umbral es un grandísimo escritor cuya vigencia y calidad no se sostienen en la música sino en la tragedia, en la carencia y no en la resonancia de una prosa poderosa. Manuel Vicent es un caso particular de esta larga serie de maltratos que a veces prodiga nuestro sistema cultural, quizá aun indebidamente entrenado en su fascinante tradición barroca o demasiado protegido contra el mal del estilo como virus infeccioso, o como síntoma de banalidad. Hace muchísimos años un buen amigo y muy buen lector me dijo que a Manuel Vicent no valía la pena leerlo: era un estilista sin ideas, era lenguaje con brillo pero sin sustancia. Ya saben: aquella típica reprimenda por la ausencia de largos párrafos meditativos donde el autor lanzase sus mensajes de redención del mundo universal y del suyo particular, allí donde comprimía una teoría sobre la resistencia al poder o sobre el sentido correcto de la historia.