Uno de los principales temas de reflexión filosófica que el pensamiento patrístico y medieval introduce en Occidente es el de la libertad. Desde el punto de vista histórico, ello se explica por intereses religiosos, es decir por la intervención que este tema tiene en la economía de la salvación, tal como el cristianismo la concibe desde sus mismos orígenes. En este sentido, toda la Escritura habla de la constante invitación que Dios dirige al hombre para que éste vuelva a Él. Se trata de una apelación a la libertad humana que, en definitiva, decide aceptar o rechazar la convocatoria divina. Si bien casi todos los autores del período patrístico -tanto griegos como latinos- han enfatizado este tema en sus obras, es indudable que san Agustín le confiere una atención especial. Entre otras razones, esto obedece al hecho de que el tema de la libertad humana toca el principal aspecto de la polémica que -ya convertido al cristianismo- mantiene con los maniqueos. Como se sabe, el maniqueísmo postulaba la existencia de dos principios, el del Bien y el del Mal, en eterna lucha entre sí. Por otra parte, en la concepción maniquea, el hombre es sólo un escenario en el que combaten dichos principios, venciendo ya uno, ya otro. La victoria de uno u otro principio justificaba la cualidad de la acción moral humana. De este modo, la doctrina maniquea revela dos rasgos fundamentales: de un lado, un claro dualismo metafísico; del otro, un determinismo moral, que no deja lugar al libre albedrío y en el que dicho dualismo encuentra su correlato.