La elección presidencial en el Perú nos muestra un país dividido, fisurado entre dos grandes proyectos de pensar al país en lo económico, pero también en lo social, político y cultural.
Perú no se circunscribe a Lima, Perú también es la selva, es la sierra, es un país pluricultural donde, como expresa el sociólogo peruano Nelson Manrique se “minoriza a las mayorías”. Existe un Perú diverso que vota, del cual emergió el profesor Pedro Castillo como representación de los sectores populares y rurales.
Por su parte, el fujimorismo hizo gala de sus peores artimañas para tomar otra vez el poder: una férrea alianza entre los “dinosaurios” políticos, la clase alta y las empresas mediáticas basados en un modelo extractivista donde las regalías llegan solamente a Lima o se van del país.
Keiko representa a sus propios intereses y a la élite limeña que la acompaña, pero ese modelo desde lo simbólico atraviesa al “querer ser” de la mitad de la población, sumado al miedo al “cuco” marxista implantado por lo mediático, en un Perú donde por su historia de fuego con Sendero Luminoso se acusa a cualquier marxista de ser terrorista. Castillo, por su parte, desde lo simbólico refuerza el “es como yo”, rural, mestizo y sin pasado político conocido en Lima.
En ese marco, la sociedad peruana dirime su futuro entre acciones antidemocráticas que tildan al proceso de fraudulento y llaman a fantasmas de golpe de estado, en un contexto de hastío por las gravísimas consecuencias de la pandemia, la corrupción y el descrédito en la clase política que hicieron que en los últimos 5 años hayan pasado por la Casa de Pizarro cuatro presidentes.