Hace ya 10 años, científicos, empresas privadas, gobiernos y actores sociales de todo el mundo convocados por la UNESCO ‐con la preocupación central de pensar los medios y estrategias para que los beneficios de la ciencia alcancen a quienes habitualmente deja de lado‐ , declaraban: Las ciencias deben estar al servicio del conjunto de la humanidad y contribuir a dotar a todas las personas de una comprensión más profunda de la naturaleza y la sociedad, una mejor calidad de vida y un entorno sano y sostenible para las generaciones presentes y futuras (UNESCO‐CIUC 1999). La vigencia de este tipo de declaración muestra la necesidad de un nuevo contrato ciencia/sociedad, cuyo horizonte ideal consistiría en que todos los ciudadanos y ciudadanas tuvieran acceso a una cultura científica que, respetando y reconociendo el valor del acervo cultural particular de cada contexto, les permita comprender y administrar la vida cotidiana con responsabilidad y participar activamente en la búsqueda de soluciones a los problemas (Declaración sobre la Educación Científica 2001). En este sentido, uno de los pilares fundamentales para acercarnos a este horizonte es la llamada “democratización del conocimiento científico”, donde cobran particular importancia los estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS).