Dos veces por semana, durante todo el mes de noviembre ultimo, una animación insólita despertaba de su modorra, a la tarde, la fachada ceñuda del colegio de Francia . . . Son las dos: yuntas piafan a la puerta, unos cuantos automoviles resuellan. Se ven bajar a la acera mujeres apresuradas y friolentas. En la esquina de la plaza desembocan ancianos a pasitos cortos y menudos; estudiantes bajan apresuradamente por la calle Saint-Jacques, salvan la entrada de un tranco, tropiezan en las gradas, pierden el aliento. Y toda esta multitud ansiosa se amontona en eI salón de honor, ocupando bancos que parecen pedidos a alguna escuela primaria. A las dos y cuarto el salon esta Ileno; a las dos y media desborda. Se distrae la espera mirando por los vidrios a los retardados afligidos. La impaciencia del publico está llena de reserva y de discreción; apenas uno que otro cuchicheo, una que otra señal de reconocimiento, como conviene entre concurrentes habituales.