La Mancha dormia. En el bosque silencioso Don Quijote paseaba su desvelo, mientras la noche seguia tendiendo sus cortinas obscuras sobre el misterioso escenario de las sombras. Las estrellas parpadeaban aburridas con el melancólico hastio de muchos siglos de cansansio, arrastrando su alma saciada de alturas y retratando sus miraclas neuróticas en lo más hondo de las adormiladas ciénagas del camino.