La Declaración de Estocolmo de 1972 establece que, en conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, los Estados tienen el derecho soberano de explotar sus propios recursos en aplicación de su propia política ambiental y la obligación de asegurarse que las actividades que se lleven a cabo bajo su jurisdicción o control no perjudiquen al medio ambiente de otros Estados o de zonas situadas fuera de toda jurisdicción nacional. Lo dicho, expresa una regla consuetudinaria que puede considerarse el fundamento general de la prohibición de la contaminación transfronteriza, cuyo concepto está vinculado directamente al de daño (potencial o real), cuyo objetivo no es simplemente la justa reparación sino la prevención y la distribución equitativa entre los Estados de las cargas y beneficios de la utilización de los recursos medioambientales (Díez de Velasco, 2013).
La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho de los Usos de los Cauces de Agua Internacionales para Fines Distintos de la Navegación, es el único acuerdo global que se centra en la gestión de cauces de aguas internacionales, de su conservación y de su uso para fines distintos de la navegación, como es el caso de la gestión de las represas. Esta Convención desempeña un papel importante para la codificación de una serie de principios y normas que pueden servir como directrices para establecer un régimen para la gestión de recursos hídricos compartidos (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y de los Recursos Naturaleza [UICN], 2008). En este marco se manifiesta la regla de buena vecindad -conforme al cual un Estado está obligado a impedir en su territorio el ejercicio de actividades que puedan causar perjuicios en un Estado vecino-, se ha ampliado su contenido prohibiendo los actos de contaminación transfronteriza cuando causen daños sensibles, no sólo a terceros Estados sino más en general a áreas comunes situadas más allá de toda jurisdicción nacional (Díez de Velasco, 2013).