La generación del 80 tiene en la historia de nuestra cultura un significado excepcional. Las primeras figuras —por su actuación política— son Nicolás Avellaneda, Carlos Pellegrini y Roque Sáenz Peña, pero una de las más representativas, aquélla que más campos cubrió con su trayectoria estelar, es otra. Me refiero a Miguel Cané. Su vida —con sus luces y sombras— fue, en cierto modo, la síntesis de las virtudes y defectos de aquella generación argentina. “Durante muchos años, Buenos Aires vio en él —se ha dicho— su expresión y su orgullo” porque Miguel Cané, antes que escritor, político, diplomático o universitario elocuente, fue la suma de los hombres de su tierra; la figura de la gran aldea, un porteño auténtico: la flor y nata de nuestros mejores espíritus. A su vera, casi deslucen un poco Mansilla, Eduardo Wilde, Aristóbulo del Valle, Lucio V. López —sus contemporáneos y amigos.