Una mañana de julio dejé mi alojamiento madrileño y sin otra compañía que “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes, y “La ruta de don Quijote de Azorín, tomé el tren hacia Alcázar de San Juan. Era el mismo mes estival en que el sol casi derrite los sesos al bueno de Alonso Quijano cuando, tras limpiar lar armas de sus bisabuelos, inició lo que Cide Hamete y ya la historia designan como su primera salida. La ruta de don Quijote, bautizada, divulgada y recreada por Azorín, comprende diversos lugares como Argamasilla de Alba, Puerto Lápice, Campo de Criptana o El Toboso, que se suponen escenario de las famosas aventuras andantescas. Dicha ruta no tiene, claro está, otros visitantes que los devotos del Caballero de la Triste Figura, quienes la recorren con lágrimas en los ojos y el corazón desbordante de entusiasmo. Antes que yo habían pasado por allí estudiantes holandeses que hacían el camino a caballo y dos diplomáticos latinoamericanos que viajaban a pie. Si esta adhesión ha engendrado el Ingenioso Hidalgo a tres siglos y medio de su nacimiento, ¿quién podrá dudar que tuvo existencia real, que vivió y murió en la tierra manchega cuyas aldeas, según lo previo el historiador arábigo, contendieron por ahijársele y tenerle por suyo como las siete ciudades griegas lo hicieron con Homero?