Los años 1880 y 1930 limitan un lapso de historia argentina con suficiente unidad en sus características y en sus aspiraciones como para considerarlo un período homogéneo, a pesar de todas las limitaciones que tales parcelamientos de la historia, siempre algo arbitrarios, poseen. Cuál es el sentido de esa homogeneidad, los demás ensayos de este número tienen precisamente la misión de explicar. El presente estudio, por su lado, enfoca un tema en el que asimismo ella se detecta de manera clarísima; y no podía ser de otro modo: la arquitectura, independientemente de su calidad, es siempre testigo fiel de su tiempo y reflejo exacto de sus modalidades.1 El medio siglo que nos ocupa vio desarrollarse dos ciclos en la arquitectura argentina, siguiendo, con ligeras variantes, lo que acontecía en el resto del mundo occidental durante las mismas décadas. El primero, que llamaremos el de la arquitectura de los “estilos”, si bien se vino insinuando desde algún tiempo antes de 1880, en especial a partir de Caseros, recién después de la federalización de Buenos Aires se expandió con toda su dominadora potencia, durando justamente hasta las proximidades de 1930. El segundo ciclo, el de la arquitectura moderna, dio sus primeros pasos hacia fines del siglo pasado cuando el otro estaba en plena madurez, no siendo en ese temprano momento, más que una débil discordancia en el gran concierto de la arquitectura de los “estilos”. Pero cuando ésta fue perdiendo fuerza y vigencia, aquélla tomó empuje y seguridad, hasta reemplazarla decididamente en magnífica eclosión al llegar el año 1930. El segundo ciclo, pues, no hace más que iniciarse dentro de los años que hemos tomado como topes, siendo sus obras maduras posteriores a ellos; el primero, en cambio, cumple toda su trayectoria antes de 1930 y además es, por mucho, el más importante en cuanto al número de sus ejemplos. Pero si bien ambos se distinguen, no debe pensarse que se oponen de forma radical o que marcharon por carriles incomunicados. Es frecuente presentar las cosas así, pero dista mucho de ser cierto, como puede deducirse de aquella constante histórica que excluye los cortes tajantes, los cambios repentinos, las innovaciones incondicionadas.