Dos años antes de los acontecimientos ocurridos en Buenos Aires, en mayo de 1810, viaja desde su provincia natal hacia la ciudad de Córdoba un joven mendocino con el objeto de iniciar sus estudios en el Real Convictorio de Nuestra Señora de Monserrat, fundado en 1687, en tiempo de la gobernación de don Tomás Felipe Félix de Argandoña. Córdoba, edificada en una estrecha ensenada entre el río Primero y un espeso monte, según nos refiere el autor de El lazarillo de ciegos caminantes, era la ciudad universitaria, centro de estudios de la juventud rioplatense de aquellos años. Lucía siete iglesias y varios conventos de monjas y frailes. La riqueza de los pobladores —y fueran mucho mayores si no gastaran tanto en pleitos impertinentes—, el comercio de muías, compradas en Buenos Aires y vendidas luego en el Alto Perú, la calidad de sus esclavos —en esta ciudad y en todo el Tucumán no hay fragilidad de dar libertad a ninguno—, lo costoso de la ropa de sus pobladores masculinos —los hombres principales gastan vestidos muy costosos, lo que no sucede asi en las mujeres—, y la observancia de las costumbres de sus antepasados —no permiten a los esclavos, y aún a los libres, que tengan mezcla de negro, usen otra ropa que la que se trabaja en el país, que es bastante grosera—, habían hecho famosa a la “docta” entre los pobladores de estas meridionales regiones del Continente.