Tengo debajo de la firma de Rubén Darío la de Francisca Sánchez, con su letra pequeñita y vacilante, que el poeta a veces y otras Amado Ñervo le enseñaron a modular en trazo y nombre balbuciente como la ternura de los niños cuando pronuncian su primera palabra. La conocí en Madrid, en hábito de penitente, detenida en el tiempo de Rubén, en el recuerdo claro de sus manos, en las manos del hijo aun iluminadas desde la fotografía que me ofrece. Para ella fueron las doncellas blancas, el cristianismo y el arrepentimiento. El alba tierna para el olvido del pecado, de los principes rojos, de los cultos de Venus.