Por de pronto, los egresados de las facultades de comunicación tienen, de cara a los veteranos de oficio que aún subsisten, la ventaja de ser profesionales con un horizonte técnico mucho más vasto. Han crecido con la explosión tecnológica y no sabrían trabajar sin internet ni telefonía celular o satelital, sin mini grabadores del tamaño de un paquete de cigarrillos ni acceso a televisores con 80 señales diferentes las 24 horas los siete días, sin este inmenso arsenal de posibilidades que a menudo convierte al profesional en un operador. De allí deriva la ductilidad que no tenía el periodista de la generación anterior a la mía, personas que, además, se desarrollaron en climas de opresiva falta de libertades civiles y perspectivas democráticas.
El de “oficio” era un periodista acondicionado por la censura y las imposibilidades, alguien para quien era más lo que no se podía decir que lo que sí se podía, un diestro infiltrador de sobreentendidos que se colaban, a veces, en los intersticios del rigor vigilante.