Los cuentos de Silvina Ocampo (1903-1993) desconciertan por la obsesiva reiteración de un narrador marcado genéricamente y extrañado en su ingenuidad perceptiva. Esos cuentos, al mismo tiempo, acreditan la existencia de personajes que se hallan en un roce extraño (y extrañado) por provenir de estratos sociales antagónicos: modistas con damas burguesas, peones de campo con niñas ricas, adivinas de barrio con amas de casa, gitanos con vecinas de clase media. Por sobre esa dimensión de extrañamiento aparece el hilo conductor de una eroticidad prohibida, que, inevitablemente, termina por surgir a flor de piel, y que conlleva muy a menudo la carga de una ambigüedad genérica. Doxa y para-doxa se imbrican en un mundo de espejos deformantes que conducen a que el lector se cuestione por el sentido de una semioticidad que juega, infantilmente, a las escondidas.