Entregado por completo a la magna tarea de rastrear en la producción de Rubén Darío los signos de una «evolución», desde el lirismo refinado hasta la expresión intimista y atormentada, desde la despreocupación ligera hasta la angustia existencial, desde el radiante paganismo hasta un cristianismo de contornos borrosos, desde el deslumbramiento parnasiano hasta la búsqueda afanosa de la trascendencia, el crítico sólo vislumbra fugazmente las imágenes de estabilidad y de permanencia que sin embargo caracterizan la trayectoria poética del poeta nicaragüense. «En la evolución natural de mi pensamiento -afirma en su Prólogo a Los raros-, el fondo ha quedado siempre el mismo»: ya definidos desde los albores de su producción, los componentes de su universo poético sólo irán afianzándose y amplificándose, dramatizados, orquestados, o alguna vez atenuados, depurados, sutilizados. La angustia que al final parece invadir numerosos poemas de Cantos de vida y esperanza, El canto errante o Canto a la Argentina no está ausente de ciertos textos juveniles: piénsese en el famoso soneto «Venus», que no obstante lleva la fecha de 1889. La nostalgia de Poemas del otoño también asoma en los versos del joven poeta de veinte años que radica en Chile; el hastío del vivir, los remordimientos o las tentaciones religiosas del final de su existencia no hacen más que prolongar las inquietudes metafísicas del «poeta niño» precozmente atraído por el vacío, a semejanza de René o Werther.