En este artículo propongo repensar el concepto de educación en contextos de encierro; el afán por realizar análisis dogmáticos no bastan para su comprensión, sino que deben converger consideraciones filosóficas y –por qué no– penológicas.
Pensar al derecho a la educación como cuña de extraña madera en nuestro sistema procesal es apadrinar una visión sesgada; tal prerrogativa materialmente no se limita a las actividades en el ámbito penitenciario o extramuros, puesto que la pena se sustenta en la reeducación de la persona.
En ese constructo arquetípico, no se pensó en ella como centro de imputación subjetivo de derechos, sino como el objeto a transformar. De allí que la educación no sea meramente el eventual acceso a una formación de grado o la posibilidad de avanzar en los estudios básicos, sino que la pena es educadora. Propongo la ampliación del concepto, y el esclarecimiento de su insatisfacción.