Un pueblo es simultáneamente una memoria y una voluntad, es decir, una tradición que desde humildes orígenes se prolonga y vive no sin resistencia en el presente, y un afán de novedad, estimulado por un sentimiento de liberación, que se proyecta hacia el futuro. No podría reducirse a un pasado sin condenar a todos sus integrantes a repetir más o menos mecánicamente el repertorio de acciones que fueron nuevas en su momento y que por fuerza envejecen; y tampoco podría limitarse a ser un proyecto de vida en común desentendido de los medios que para su realización concreta le brinda el pasado. El tiempo histórico, que nos arrastra en su movimiento, resulta de la extraña convergencia de un largo pasado, un fugaz presente y un futuro previsible sólo a medias. Nunca podrá desembarazarse de esta estructura, que consta de tres momentos heterogéneos que se interpenetran y cuyo sentido se altera a medida que prosigue su incansable fluir.
Al formular estas reflexiones no podemos alejar nuestra atención de las ideas de Alberto Rouges (1880-1945), el ilustre pensador mediterráneo que más ha meditado entre nosotros sobre la solidaridad de los momentos del tiempo en la historia viva de un país y en la existencia personal de cada uno de sus habitantes.