Mucho me temo, lector benévolo o intransigente, que después de compilado minuciosamente el material de esta obrecilla, y de trajearlo lo mejor que supe con las galas de nuestro sin rival lenguaje, me digas lo que a Sancho don Quijote, en el capítulo XXII de la segunda parte de su libro inmortal: «Hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria»; pero, te lo confieso a fuer de cristiano viejo, al ver que el perro se encuentra en el Cielo, con tres constelaciones; en el Infierno, con una guardia mitológicamente inmortal; en la Tierra y en los mares con variedades infinitas, no pude resistir al deseo de estudiar a este animal que fué el primer auxiliar del hombre cuando en los tiempos primitivos la caza constituía su principal sino su único medio de subsistencia; que se convirtió más tarde en el mejor de sus servidores, cuando se hizo pastor; y que, por último, fué el escucha de su vivienda ya levantada, al emprender, espoleado por la necesidad, las faenas agrícolas.