Se ha dicho, y con justicia, que el ruso tiene religiosidad, misticismo, pero no religión. Tiene el ruso la tortura metafísica, el sentimiento de que el hombre necesita ser salvado, un cristianismo instintivo, una como sensación del otro mundo, pero a esa inquietud mística le falta la configuración imaginativa e ideológica que la transformaría en una religión. La Iglesia ortodoxa no ha logrado configurar el alma rusa, y su enseñanza no es más que un conjunto de fórmulas inánimes superpuestas a una sensibilidad atormentada y confusa, gaceiforme, como la calificaba Turguenev. La civilización occidental por su parte, lejos de ser una fuerza de organización interior, debía actuar como un elemento más de desequilibrio y, acaso, como el factor determinante de la neurosis rusa: el apetito místico exasperado por las nuevas inquietudes venidas de Europa.
La obra de Dostoyevski es el receptáculo de todos los conflictos específicamente rusos y de los suscitados por el contacto de occidente. Palpitan en ella la tortura metafísica, el sentil miento de que el hombre necesita ser salvado, la emoción de otro mundo al propio tiempo de el amor a Europa, la pasión intelectual que se goza en ahondar oposiciones y en plantear problemas. Y dominándolo todo aparece la unidad de una alma demoníaca y divina: Dostoyevski. Dostoyevski que buscaba, a través de su religiosidad, la religión.