Cuando se conoce la debilidad del Directorio, su fundamental impopularidad, sus faltas groseras que dividieron al partido republicano, no puede menos de sorprendernos que los realistas no hayan logrado voltearlo del poder. La sorpresa cesa cuando se echa una ojeada sobre el partido realista, que aparece tan irremediablemente dividido, sino más, que el mismo partido republicano.
Después de la muerte del Delfín, hijo de Luis XVI, en el verano de 1795, y, sobre todo, después del manifiesto intransigente que el pretendiente Luis XVIII, refugiado en Verona, había lanzado en esta ocasión para anunciar su elevación al trono, los realistas del interior, o al menos la gran mayoría de entre ellos, temían la restauración de la monarquía tanto como podían temerla los mismos republicanos.