«Soy americana», escribía a un convencional la otrora condesa de Beauharnais, y el hecho es que, hablando un día en Nueva Orleans de la Emperatriz Josefina, me ocurrió dirigirme a cientos de sus primos y primas, americanos si se quiere, puesto que eran hijos de las Antillas, pero cuya familia había dejado a Francia solamente treinta y siete años antes de su nacimiento, para ir a una isla francesa, a tentar la fortuna que nunca llegó, sino que ésta fué hacia ella, puesto que Josefina volvió a Francia a ser heroína de muy distinta aventura. No importa; ella constituye un lazo que une nuestros dos continentes; una niña nacida bajo los trópicos de América ha compartido el trono más alto que fuera dado a conocer a Europa y tal origen aumenta la singularidad de este prodigioso cuento de hadas.