El escritor y bibliófilo chileno don Benjamín Vicuña Mackenna, desterrado de su país por motivos políticos, hallábase una noche de noviembre de 1859 en una librería madrileña, “especie de covacha de la calle de Carretas”, y revolvía libros y papeles con la vaga esperanza de descubrir algo y la certeza de tiznarse en la pesquisa como un deshollinador, cuando el propio librero, don Fermín Cuesta, envejecido en el oficio y aquella vez cegado por los dioses que guiaban los pasos del cliente, arrojó sobre el mostrador un voluminoso legajo que alzó nubecillas de polvo a sus costados.
—Vea usted eso, que es de América —dijo el rancio español, señalando el envoltorio que parecía humear. Y agregó honradamente: —Yo no sé lo que contiene; pero, si le gusta, lléveselo usted por una onza de oro, que es mi único y último precio.